Al acabar la guerra, Arthur Rank (1888-1972) (Lord J. Arthur Rank fue un millonario molinero de harina y devoto metodista que se inició en el cine para divulgar el evangelio) consolida su colosal imperio cinematográfico buscando firmes conexiones comerciales en los Estados Unidos. De nada han valido las protestas de algunos pequeños productores acusando a Rank de actividades monopolistas. De la encuesta parlamentaria promovida en 1943 se desprenderá que Rank controla más de 2000 salas de exhibición importantes, pero no sólo el gobierno no le inquietará por ello, sino que Su Majestad no tardará en concederle el título de lord.

El cine inglés afronta con optimismo su posguerra y en 1946 eleve a un 40 % su proteccionista cuota de pantalla, que sube al 45% en 1948. Rank prosigue su política "de prestigio" con las adaptaciones literarias de Dickens, que David Lean realiza concienzudamente en Cadenas rotas (Great Expectations, 1946) y Oliver Twist (Oliver Twist 1947). No hay que olvidar que en la memoria de todos está el gran éxito de Pigmalión (1938) realizado hace unos años por Leslie Howard y Anthony Asquith director que vuelve a ensayar la fórmula del cine-teatro con La importancia de llamarse Ernesto (The importance of Being Ernest, 1952), según la obra de Oscar Wilde. Pero las recetas del éxito no se patentan fácilmente y Rank no tardará en confesar que ha perdido dos millones de libras esterlinas con sus films de prestigio destinados al mercado americano con películas como Las zapatillas rojas (The Red Shoes, 1947) y Los cuentos de Hoffman ( The tales of Hoffman, 1951) del tándem Michael Powell y Emeric Pressburger.
En el plano artístico, las experiencias más interesantes de Rank son las que realiza Laurence Olivier con textos de Shakespeare Enrique V (1944) , Hamlet (Hamlet 1948) y Ricardo III (Richard III, 1955). Este cine sigue siendo un cine de minorías, un experimento artístico que no encuentra eco en los grandes públicos. El espectador medio prefiere el cine policíaco, gran tradición nacional que sigue cultivándose en ausencia de Hitchcock que da el salto al mercado americano en 1940 con Rebeca. El farol azul (The Blue Lamp 1950), de Basil Dearden, es uno de sus mejores exponentes. Pero en este capítulo quien más alto brillará será el hábil Carol Reed, que no en vano se ha formado a la sombra de Edgar Wallace y que realiza en 1947 uno de sus mejores títulos con Larga es la noche (Oddd Man Out, 1947), exponiendo magistralmente la caza de un delincuente (James Mason) que recuerda al inolvidable Gypo Nolan de El delator (The informer, 1922), pues el tema del hombre acosado (tan grato a Fritz Lang y a Hitchcock) será también uno de los predilectos de Reed. Al año siguiente se inicia su colaboración con el escritor católico Graham Greene, autor del guión del El ídolo caído (The Fallen Idol, 1948), minucioso y sensible estudio de la psicología infantil.

Estas películas bastarían para acreditar el valor de Carol Reed como uno de los puntales más firmes de cine inglés de posguerra. Pero con El Tercer hombre (The Third Man, 1949), otra vez con un guión de Graham Greene, obtiene un éxito que rebasa todo pronóstico y al que no es ajena la inspirada cítara de Anton Karas.

Reed ha aprovechado las lecciones del mejor cine políciaco americano y del expresionismo alemán (angulaciones enfáticas, encuadres oblicuos, claroscuros y efectos de iluminación) al situar en la Viena ocupada de posguerra esta equívoca historia de una amistad traicionada. Verdad es que Harry Lime (Orson Welles) es un monstruo de maldad, que se lucra con el tráfico de antibióticos adulterados. Pero su simpatía y su inteligente cinismo hacen de él uno de los más eficaces bad-good-boys que ha creado jamás el cine y que resume así su filosofia : "Italia tuvo a los Borgia y a sus crímenes al mismo tiempo que el Renacimiento y sus maravillas, mientras que en setecientos años de paz Suiza sólo ha creado el reloj de cucú.". Su amigo, en cambio, es un mediocre escritor de novelas baratas (Joseph Cotten), que sólo aceptará la culpabilidad de Harry Lime cuando las pruebas que le presente el mayor Calloway (Trevor Howard) sean abrumadoras. Luego, en la prodigiosa persecución por las laberínticas cloacas de Viena (escena que lleva la firma de Welles, colaborador oficioso en su realización), el mediocre abatirá al genio, como ocurre entantas películas del propio Welles. Con su astuta turbiedad moral, El tercer hombre se incorporaba al nutrido capítulo de cine de Guerra Fria, dando una imagen detestable de los ocupantes soviéticos. Película hábil, brillante, ágil e incisiva, fue todo un compendio de la tortuosa ambigüedad moral de su realizador y de su guionista.
Un éxito mundial como el de El tercer hombre obliga a mucho. Y para no correr riesgos, Reed tratará de amalgamar en el Berlín de posguerra las aplaudidas fórmulas de Larga es la noche y de El Tercer hombre en Se interpone un hombre (A man Between, 1953), primer peldaño en el tobogán de su decadencia.
Las prestigiosas películas de Laurence Olivier y los éxitos mundiales de Carol Reed colocaron definitivamente al cine británico entre las "grandes potencias" de la cinematografía mundial.
Historia del cine Román Gubern (Ed. Anagrama 2019)
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